La Manolita, que miraba en derredor cada mañana desde sus altos balcones para adivinar qué desgracias le ocurrían al vecindario y en qué podía servir su lengua afilada para cotillear y murmurar -no sin cierto regocijo interior- la pena que le daban, era una mujer amargada aunque no más que el resto. Cotilla de vocación, no podía resistir el tremendo impulso que la incitaba a vigilar desde su feudo la vida cotidiana, las preñadeces, los accidentes y las tragedias ajenas en general. Quizás, aprovechando que sacudía las alfombras acrílicas verdes, llenas de escenas de caza y mientras pensaba en qué tragedias se desarrollaban más allá de sus muros, se olvidaba de la suya propia. Su ambición, de la cual era el máximo exponente aquella casa de tres pisos llena de balcones, se había visto truncada un día cuando su marido - un fornido albañil que tenía mucho futuro en lo suyo y ganaba bien - había perdido un brazo en un accidente laboral. Ya nada volvió a ser lo mismo. Él era un hombre amargado, siempre de mal humor, condenado a una vida sedentaria, cobrando una pensión para mantener su familia, cuando había sido pura actividad febril, pura ambición de mejorar, de hacer casas, de enlosar patios y alicatar baños. Saludaba a regañadientes y ya le parecía que el saludo que te dedicaba era mucho porque te volvía la cara, sin mirar nunca fíjamente a los ojos.
Más allá de los balcones de la Manolita las tragedias visibles se sucedían, cada una en su estilo único y personal. La Sole, preñada a los diecisiete al igual que luego lo fue su hermana, viviendo en una mini casa - que fue de su abuela, una viuda que, según contaban las malas lenguas, se prostituía con los soldados en la guerra civil para sacar algo de comer - para huír de la suya, en la que su padre, El Fajas, atizaba unas palizas a su madre (según la leyenda ésta señora se acostaba con el fontanero y por eso tenía dos hijos morenos y de pelo liso, como el marido, y tres rubios y de pelo rizado, como un fontanero que pululaba por allí en aquellos tiempos) que todo el mundo conocía bien. Y luego aquella triste familia, educada y de posibles, que apareció con hijos ya crecidos, con el Héctor, que todo el mundo pensaba que era marica por su indumentaria estrafalaria y que se iba a la Movida a ponerse a tope de lo que fuera. El Héctor quedó en coma en un accidente de tráfico y aunque se recupero, nunca volvió a ser el mismo. Se lo veía siempre apesadumbrado, a veces sentado y silencioso en las escaleras de su casa, aquellas que antaño, cuando estaba deshabitada, usábamos para jugar al escondite. Todos teníamos una tragedia visible. Incluso los del otro lado de la calle. La Higinia (Doña Higinia, perdón, que mi lado era el de los "respetables licenciados y diplomados"), que de monja de clausura había pasado a vestirse de cuero negro, liarse con un malencarado chulo de putas drogadicto -el chino, al que temíamos cuando lo veíamos aparecer por su aspecto siniestro - y cuyos ojos amanecían amoratados día tras día, bajaba la cuesta lentamente y con pesar, dolorida y temerosa pero sin saber muy bien por dónde tirar ni que hacer para salir de semejante infierno. Doña Amaranta, con su porte seco y flaco, estirada en su sempiterno moño de señorita Rottenmeyer, aparte de ser una hija de puta muy sutil -aunque yo la quise mucho porque me regaló una Nancy vestida de tules y con sombrilla- no se hablaba con su nuera y lloraba por su temor de perder la comunicación con su único hijo, la única familia que tenía. Dolores, la discreta mujer de Don Rafael, un alcohólico muy simpático y enrollado en la calle, pero difícil en el hogar, a solas. Y más, muchas más. Todos teníamos nuestra tragedia visible. En mi caso, más que visible era una tragedia escaparate por capítulos que aventuraba tragedias mayores, pero se quedó ahí, estancada en el capítulo segundo. No se cumplieron las expectativas oscuras y negativas que podíamos generar, y eso que nuestra situación era de las más difíciles de toda la calle.
Y en nuestro lado, el lado de los "privilegiados", de los que hablábamos "bien", sin localismos y sabíamos quien era Kant y que el Imperio Romano no fue cosa sólo de las pelis de Hollywood, tres casas más arriba de la mía vivía el Director. Don Hilario. El Director de mi colegio. El Director porque su aura era de director: gordo y de porte severo, con el pelo blanco y fama de duro entre los duros. Era nombrarlo en clase y nos echábamos a temblar. Sin embargo, para mí fue siempre un tipo campechano y simpático que me regalaba pegatinas de Manos Unidas, con negritos hambrientos y protestas por el hambre del mundo, que eran la envidia de mis compis de clase. ¿Cuál era la razón? Era amigo de mi padre. Un amistad extraña, de conveniencia posíblemente, teniendo en cuenta que el Director era un gallego muy de derechas y mi padre un excéntrico -bueno, seamos un poco buenecitas esta noche y llamémolos excéntrico- andaluz de la izquierda ecologista. Algunas veces venía a la finca que tenía mi padre a unos treinta kilómetros de allí a comer chuletas a la parrilla (lo que hoy se denomina barbacoa, pero en plan rústico espartano, porque así era mi vida casi monacal en aquellos parajes) y aparecía con su gran coche blanco, de Director, matriculado en Gran Canaria y sus dos hijos menores, Antonio y Jorge. Yo no vivía en la casa de la calle aquella más que de vez en cuando, cuando a mi padre le daba la vena de ir por allí: la mayor parte del tiempo me lo pasaba en la casa del campo y yendo de la escuela al campo y del campo a la escuela, pero conocía bien aquelos dos chicos un poco mayores que yo, muy grandes y fuertes y que no paraban de pelearse entre sí todo el día. Antonio era retorcido y listo, con un delator gesto cruel en su boca que yo siempre aborrecí. Jorge era impulsivo, muy visceral, irreflexivo, y se pasaba el día medio lloroso intentando pegar a su hermano en defensa de múltiples ofensas ciertas, pero imposibles de probar dada la habilidad de su hermano para hacerlas a escondidas. Era el pequeño.
Se pegaban con saña, con odio de berracos, hasta que aparecía el padre y los ponía firmes con una sóla palabra. Cinturón. Y allí se paraban, se callaban y acataban con absoluta docilidad la inflexible autoridad paterna. Doña Margarita, la madre, una gallega triste -mujer hermosa, sí- que a mí me gustaba por su dulzura conmigo (es lo que tiene ser un animalito desvalido), se quejaba a veces de que la autoridad paterna era excesiva, pero ése era el único quiebro en sus vidas. En todo lo demás era una familia perfecta, ejemplo de disciplina y sin tragedias aparentes que dieran que hablar. Los hijos mayores estudiando en la Universidad, sin escándalos ni preñadeces, y los menores en el colegio, siempre pulcros, bien vestidos y sacando buenas notas. Jugábamos en la calle a veces, al escondite casi siempre, aunque conforme se fueron haciendo mayores ya no se paraban ni a saludar. Además, ellos sabían muy bien que eran los hijos del Director, que estaban por encima del resto, que en su familia no había escándalos ni daban de qué hablar. Después se cambiaron a dos pisos unidos cerca de mi colegio y ya no los volví a ver más. Terminé la escuela y Don Hilario pasó a formar parte de los fantasmas del pasado.
¿Cómo se gesta la tragedia? ¿Cómo los hilos invisibles un buen día se hacen a la luz y estallan en una explosión que deja a la Manolita con un impresionado "Si ya lo sabía yo que esto iba a ocurrir"? ¿Cuándo caducan las tragedias invisibles y se convierten en visibles? Jorge fue encarcelado con la mayoría de edad recién cumplida. Sí, se afilió a un grupo fascista de corte extremadamente violento y lo pillaron participando en algo grave que no sé muy bien qué fue (En la época hubo por la zonas muchos problemas con neonazis, incluso un asesinato, pero sé que el delito de Jorge no estuvo relacionado con eso porque fue anterior). Aquello fue un durísimo golpe para su padre, que tan severamente le había inculcado los principios. Porque Don Hilario quería que su hijo fuese de derechas, claro, pero no que se pasase en su aficción. El quería que fuese un respetable notario, pero no un fascista carne de cañón, cuerpo de cárcel, vergüenza para la familia. Consiguieron sacarlo pagando la fianza, aunque pendiente de juicio, pero ya el dolor del honor perdido, de ver que Jorge no había sido lo suficientemente inteligente como para saber no ser un esbirro cualquiera había hecho mella en un Don Hilario cansado y una sufriente Doña Margarita.
Y es como si la tragedia visible, que durante años había negado su presencia en aquella familia, hubiera hecho acto de presencia de una forma contundente y decidida a destruirlo todo. Los padres se lo llevaron de vacaciones con él para intentar convencerlo de la necesidad de abandonar los grupos neonazis. Volvían ya, noche cerrada, cuando, en un gesto de confianza, Don Hilario, que también sabía ser campechano - y quizás para aumentar la autoestima de su hijo- le dejó conducir el coche a Jorge. Choque frontal. Don Hilario y Doña Margarita murieron en el acto. Jorge salió ileso.