Ya no hay veranos
A veces, muchas veces, el exceso de símbolos vacía a las cosas de significado. Me aburren soberanamente las representaciones simbólicas en las que cada actor simboliza a un pueblo o un valor. Por eso, el ver un espectáculo inaugural de Juegos Olímpicos, por ejemplo, con muchas luces y actores como meras carátulas, sin matices, es para mí un coñazo, porque lo veo muy vacío en su intención de transmitirnos los buenos sentimientos gubernamentales y estatales o lo que se nos quiera transmitir, que siempre son grandes sentimientos inflados que no se corresponden mucho con la realidad.
Sin embargo, lo pequeños detalles, los olores, colores, palabras gestos, tactos, sin símbolo ni grandiosidad que lo valgan, me pierden. Me pierde aquello que no significa ni representa nada. Respiro el olor de un campo de trigo en los veranos de Castilla, la tierra seca, el tomillo del bajo monte. La brisa de los manzanos y perales en la vega. Recuerdo, como si fuera hoy, el nervio de una yegua de raza española, que no mantenía la cabeza quieta un segundo y su pelo corto, marrón claro, lustroso, y esas herraduras que a mí me parecían una tortura, aunque realmente sivieran para que no se le desgastaran las pezuñas.
Me pierde el cielo aquel tan azul, tan limpio y seco de mis veranos en Castilla, con las cosechadoras en los campos de cebada y el olor a paja. Y cómo jugábamos con los paquetes de paja en las pirámides. La ropa se quedaba toda llena de briznas y picaba, pero era una gozada saltar y esconderse, construir casitas con los paquetes de paja a los que llamábamos "pacas". Y la piscina azul-azul en la que aprendí a nadar y en la que un día de julio, siendo yo aún muy niña, escuché por los altavoces la retransmisión de la boda entre Lady Di y el Orejas.
Ya no hay veranos. Antes el verano estaba muy claro en su delimitación, pero ahora todos los días transcurren para mí de la misma forma. No siento las estaciones. Cierto es que aquí el clima es muy variable y baja y sube la temperatura a capricho pudiendo haber diferencias de diez grados de temperatura en un día. Es la locura de no saber cómo vestirte, de andar quitando y poniéndote ropa todo el día. De vigilar constantemente el termómetro-higrómetro en la habitación de la niña para ver si debo abrigarla o desbrigarla.
Pero no sé si es el clima o el paso del tiempo lo que hace que los veranos no sean ya veranos. No oigo a las cigarras, ni a los noctámbulos grillos, ni huelo a campo recién segado. Tampoco escucho el mar ni hundo los pies en la arena. Toda una serie de pequeños matices, de colores, olores, gustos, ilusiones incluso, se han perdido. Ahora, el tiempo es como un tio-vivo que gira vertiginosamente en calma. Extraño y difícil de explicar.
Ya no hay veranos, y me da la impresión de que estoy hablando como la típica viejuca de pueblo que recurre siempre a sus tiempos y los idealiza. Mis veranos tampoco es que fueran para idealizar, precisamente. Los de la infancia fueron duros a pesar del trigo y la piscina. Menos mal que había trigo y piscina, quiero decir. Y después, ya sin esa dureza, siempre me dió la impresión de que nunca hacía lo que en realidad quería hacer a pesar de haber viajado y visto muchos sitios, casi siempre en el norte. Pero eran veranos, siempre había algún detalle que los hacía veranos.
Lo que daría ahora mismo por pasear en la solanera por una capo de trigo segado. Pero sólo cinco minutos, diez como máximo. En realidad, aborrezco el campo aunque de vez en cuando me atraiga peligrosamente. Lo que me gusta es idealizar nostálgicamente aquello que ya no está en plan romanticismo bucólico.
Sin embargo, lo pequeños detalles, los olores, colores, palabras gestos, tactos, sin símbolo ni grandiosidad que lo valgan, me pierden. Me pierde aquello que no significa ni representa nada. Respiro el olor de un campo de trigo en los veranos de Castilla, la tierra seca, el tomillo del bajo monte. La brisa de los manzanos y perales en la vega. Recuerdo, como si fuera hoy, el nervio de una yegua de raza española, que no mantenía la cabeza quieta un segundo y su pelo corto, marrón claro, lustroso, y esas herraduras que a mí me parecían una tortura, aunque realmente sivieran para que no se le desgastaran las pezuñas.
Me pierde el cielo aquel tan azul, tan limpio y seco de mis veranos en Castilla, con las cosechadoras en los campos de cebada y el olor a paja. Y cómo jugábamos con los paquetes de paja en las pirámides. La ropa se quedaba toda llena de briznas y picaba, pero era una gozada saltar y esconderse, construir casitas con los paquetes de paja a los que llamábamos "pacas". Y la piscina azul-azul en la que aprendí a nadar y en la que un día de julio, siendo yo aún muy niña, escuché por los altavoces la retransmisión de la boda entre Lady Di y el Orejas.
Ya no hay veranos. Antes el verano estaba muy claro en su delimitación, pero ahora todos los días transcurren para mí de la misma forma. No siento las estaciones. Cierto es que aquí el clima es muy variable y baja y sube la temperatura a capricho pudiendo haber diferencias de diez grados de temperatura en un día. Es la locura de no saber cómo vestirte, de andar quitando y poniéndote ropa todo el día. De vigilar constantemente el termómetro-higrómetro en la habitación de la niña para ver si debo abrigarla o desbrigarla.
Pero no sé si es el clima o el paso del tiempo lo que hace que los veranos no sean ya veranos. No oigo a las cigarras, ni a los noctámbulos grillos, ni huelo a campo recién segado. Tampoco escucho el mar ni hundo los pies en la arena. Toda una serie de pequeños matices, de colores, olores, gustos, ilusiones incluso, se han perdido. Ahora, el tiempo es como un tio-vivo que gira vertiginosamente en calma. Extraño y difícil de explicar.
Ya no hay veranos, y me da la impresión de que estoy hablando como la típica viejuca de pueblo que recurre siempre a sus tiempos y los idealiza. Mis veranos tampoco es que fueran para idealizar, precisamente. Los de la infancia fueron duros a pesar del trigo y la piscina. Menos mal que había trigo y piscina, quiero decir. Y después, ya sin esa dureza, siempre me dió la impresión de que nunca hacía lo que en realidad quería hacer a pesar de haber viajado y visto muchos sitios, casi siempre en el norte. Pero eran veranos, siempre había algún detalle que los hacía veranos.
Lo que daría ahora mismo por pasear en la solanera por una capo de trigo segado. Pero sólo cinco minutos, diez como máximo. En realidad, aborrezco el campo aunque de vez en cuando me atraiga peligrosamente. Lo que me gusta es idealizar nostálgicamente aquello que ya no está en plan romanticismo bucólico.