Monday, September 26, 2005

La razón

¿Qué buscas? En general, ¿qué buscas? ¿qué buscas en internet, en leer a otros, en mirar blogs de vidas ajenas, en mirar opiniones? ¿Aprender?

Hace un par de días, en un foro, leí rápidamente (mi falta de tiempo hace que no pueda leer con un poco de pausa y reflexión) a alguien que decía que en internet, en los foros y blogs, no pretendemos escuchar a los demás ni entablar una conversación sino exponer nuestra opinión y escucharnos a nosotros mismos, que no deseamos aprender, sino mostrar lo listos que somos. Decía muchas otras cosas sobre la "decadente civilización occidental", pero lo que me llamó la atención principalmente fue esto de que nos escuchamos a nosotros mismos. Y me hizo pensar, sí, porque yo me escucho mucho a mí misma y cuando expreso una opinión creo que tengo la razón. Narcisismo puro.

Hoy leía a Elvira Lindo en su irónico artículo aparecido en EL País titulado "La Ceja" y me reía silenciosamente, aquí frente a la pantalla. Semos asín, Elvira, no sólo los nacionalistas. Y es que, sí la reafirmación en lo que uno cree, o cree que cree, es más fuerte que el deseo de aprender, si es que se desea aprender algo, claro. Aún así, yo creo que aprendemos sin proponérnoslo, a palos: El aprendizaje que llega sin previa búsqueda, y el más efectivo.

Porque me ocurre que leo muchas opiniones, a mucha gente y, en teoría debería aprender algo de ellos, de su sabiduría, de su convencimiento, de que ellos también tienen la razón. Y debería tener ganas de aprender de ellos, como si mi cerebro fuese una esponja, como si yo fuese alguien que no sabe nada de la vida y debiera escuchar a los otros para convencerme de lo que me dicen y maravillarme ante su conocimiento. Pero claro, yo, en mi convencimiento de que tengo la razón, no sólo pongo una cosa tan poco importante como la razón en sí, que es una nimiedad, sino mi autoestima y y el autoconvencimiento de que el camino que sigo es el mejor que puedo seguir. Y ay, eso es importante: el autoconvencimiento. Es un arma poderosísima de supervivencia. Es posible que mi camino no sea el mejor del mundo mundial, que haya otros mucho más excitantes e interesantes de recorrer, pero si yo me autoconvenzo de que el mío es el mejor, lo recorreré con mucha más alegría, la cabeza alta y la sensación de que estoy aprovechando mi vida (auqnue, quizás, en opinión de otros, mi vida sea algo que ellos no quisieran vivir en absoluto).

Y probablemente no haya caminos mejores ni peores, sino cosas que hacen feliz y cosas que hacen infeliz. A mí me hace feliz creer que tengo la razón, así, en genérico, como si la razón fuera una cabra y yo la tuviera agarrada, bien amarradita, por una pata, aunque ya sabemos lo de las cabras, que tiran la monte y la razón se escapa con facilidad. Y aprendes, es cierto que aprendes sin proponértelo, y desaprendes, y vuelves a aprender y a cambiar de opinón. Pero casi que prefiero aprender así, sobre la marcha, a palos y a existencia, a tropezones por el camino, a causalidades, a darte cuenta un día que , en efecto, de tal persona a la que lees continuamente sí has aprendido muchas cosas con el tiempo sin darte cuenta porque te ha entrado suave suave, como un té verde.

Pero eso de ponerme a leer a un lumbrera y aprender de él, así yo como discípula inocente e inculta y él como ser que tiene algo que mostrar al mundo... Vamos, como que no. Que prefiero dedicar ese tiempo (que no tengo)a pintarme las uñas de los pies, o hacer carreras a cuatro patas con mi bebé trasto.

Queda bien eso de decir que tu deseo es aprender de un lumbrera de esos, como muy modesto y tal, como muy de persona sencilla y cabal. Pero yo no soy modesta ni me interesa la modestia. Me parece que un exceso de modestia es igual de pernicioso que un exceso de soberbia. Yo tengo la razón agarrada por una pata (le doy de comer hierba para que no se me escape) y no se hable más, hala.

El día menos pensado fundo una secta y os ilumino (se me acaba de ocurrir).

Friday, September 23, 2005

Hipocresía bragueril

Mi vida cambió el día que le vi las bragas a María Jimenez. Ha sido una experiencia que ha sacudido los cimientos de mi vida interior, exterior y aledaños, sí. Verle las bragas a María Jiménez. Uffff...

Y es que ayer, mientras cotorreaba viendo "Gente", salió la imagen de una entregada María Jiménez enseñándoles las bragas a los presos de una cárcel en la que estaba dando un concierto. Por solidaridad con el encierro, imagino, porque se la veía muy solidaria, muy concienciada con la "causa" de los presos. Aunque no sé hasta que punto puede ser solidario enseñar las bragas. Yo nunca he enseñado las bragas por solidaridad, pero me lo estoy empezando a pensar muy seriamente. ¿El mundo será mejor si yo enseño las bragas? ¿Se impedirá con ello el calentamiento climático y la extinción de la foca monje? ¿El que yo enseñe las bragas puede, por sí mismo, evitar que los americanos voten a Bush y que el Rita destruya miles de vidas? ¿Hará también que todos los presos de cárceles por arte de magia se conviertan en inocentes y su pasado, simplemente no exista? ¿Resucitarán los muertos?

Nunca me ha gustado como cantante María Jiménez porque no es mi estilo. Todavía recuerdo el famoso "Háblame en la cama", que cantaba cuando yo tenía siete u ocho años, y que yo ya detestaba porque me parecía una forma muy poco natural de modular la voz. Pero es una persona que me hace gracia por las cosas que dice con ese desparpajo, y , se puede decir que me cae bien hasta cierto punto, hasta donde pueden caer bien personas a las que no conoces, con las que no tratas y de las que recibes una imagen esterotipada por la prensa. Un personaje simpático, diría yo.

Y ayer, mientras enseñaba las bragas a los presos de una forma, en mi opinión, manifiestamente vulgar, que movía al desconcierto por su falta de sensualidad real, la oí decir a los presos "Por la libertad de todos los que estáis aquí" en un plan "pobrecitos de vosotros que estáis encerrados, víctimas" Y les siguió enseñando las bragas: La libertad son unas bragas negras circundadas por medias de fantasía. Tomo nota.

Y el caso es que a mí me harta tanto la demonización de un colectivo como la victimización. Es evidente que no todos los que está en la cárcel son culpables, y es más, muchos, en mi opinión, aunque hayan cometido delitos, no deberían estar allí porque hay delitos que no deberían serlo. Y hay otros que se pueden reinsertar, y hay otros que... En fin, que hay muchos casos de personas que están en las cárceles que pueden recuperarse socialmente y así debe ser, evitando estigmatizarlos. Pero no olvidemos que una población importante de los que están allí son verdaderos hijos de puta: Gente sin escrúpulos, maltratadores, violadores y asesinos. Y están allí por algo.

Yo siempre he dicho que las condiciones de vida en la cárcel tienen que ser bastante buenas, que se les debe dar todo lo necesario para que vivan con la mayor dignidad posible ya que es un medio para mantenerlos lejos de una sociedad en la que no deben estar por su peligrosidad y no considero que deba ser un medio de tortura. Pero de eso a victimizarlos, a tener esa actitud de "pobrecitos todos, con lo buena gente que sóis y estáis aquí" por cosechar unos cuantos jaleos y aplausos... Es de una hipocresía de buen rollo artístico bragueril que tira para atrás. Musho arte, ozú, musha garra y autentisidá, (olé Er Pali, "Triana tiene un áhe, qué áhe, que´n marinero", ay la Virhen der Rossío, mi arma. Olé tu grassia y salero) y una hipocrezía mah grande que er palio de la Ehperansa de Triana.

Y yo que me creía curada de hipocresías, ya que son una parte sustancial de la vida. pero es que aún no había tenido el gusto de toparme con la hipocresía bragueril, que es una hipocresía auténtica que seguro que lleva el sello de calidad que concede la UE. ¿Alguien me puede informar si existe la hipocresía gayumbil y en qué consiste exáctamente?

Tuesday, September 20, 2005

Suposiciones

Abajo, en el bajo, hay un minúsculo apartamento con vistas a un mínimo jardincito que un portugués jubilado se ocupa de regar benevolentemente para entretenerse con algo. Los sábados, su inquilino hace la limpieza del minúsculo habitáculo, y mientras yo salgo y entro de hacer comparas varias miro discretamente a través de la ventana abierta para curiosear qué hay dentro. Un salón escasísimo, sin luz apenas, decorado con muebles baratos pintados de negro. Un sofá que nunca tuvo buenos tiempos porque siempre fue feo y canijo, un suelo gris de sintasol y unas paredes disimuladas con algún póster. Y escucho el ruido de la aspiradora de su único habitante, y a veces la televisión con su verborrea de fondo.

A él lo he visto pocas veces. Quizás unas diez o doce y no estoy segura de reconocerlo por la calle si algún día me lo encuentro. Es un belga de unos cincuenta años, grande, con gafas y vestido siempre con trajes de chaqueta claros. Saluda con educación e, ipso facto, se introduce en su cubil. No sé nada de él, ni siquiera su apellido ya que no tengo ni idea de cuál es su buzón. Sé que tiene un ordenador, porque lo vi un día por la ventana, y que su mirada es ligeramente huidiza, lo cual no es muy corrient en un lugar donde la gente te mira de frente, bien fijo y sostiene la mirada con una sonrisa.

Y yo supongo que no es feliz. Y lo supongo porque creo que no se puede ser feliz con muebles negros, suelo de sintasol raído, un salón sin luz, con ruido de los coches que entran en el garaje, y un dormitorio sin ventilación. Y lo supongo porque lo veo siempre solo, regresando a su casa a eso de las siete de la tarde y encendiendo la televisión.

Pero creo que dicha suposición es sólo una trampa que me hago en la inevitable comparación entre mi apartamento, con parquet, grande y luminoso, y el suyo, tan exíguo. Las razones por las que yo supongo que él no es feliz son subjetivas y se adaptan a mis manías particulares: al hecho de ser una fanática de los muebles que a mí me parecen bonitos y ojeadora compulsiva de catálogos y revistas de decoración.

Porque las razones en las que yo me baso para medir su felicidad tienen mucho que ver con la propia idea de felicidad que yo tengo, que me temo, no es igual para todo el mundo. Y más que nada, cuando me comparo, es una forma de decirme "ah, pero yo sí soy feliz porque tengo luz y metros" y me convenzo de que, efectivamente, a mí la luz y los metros me hacen feliz, que mi vida está bien, en orden, que no tengo que cambiar nada.

Pero a lo mejor él es mucho más feliz que yo porque paga una cuarta parte del alquiler que yo gasto y se gasta ese dinero en ponerse ciego de porno y matarse a pajas. Y a lo mejor eso le hace muy feliz. Porque matarse a pajas debe ser, como mínimo, entretenido. Y además es muy posible que la decoración y los muebles le importen un carajo, y que la luz la consiga dándose un garbeo por los hermosísismos parques y jardines que nos rodean, y que no tenga que ocuparse de un delicado parquet y su cuidado, y que tenga tiempo, millones de minutos, de horas, para filosofar sobre la vida sentimental de las arañas y las aventuras exploratorias del escuerzo cornudo.

El problema es que, si me dejaran, yo le arreglaría la vida con muebles, parquet y luz. O se la desarreglaría...

Qué manía, incorregible, de imaginar y suponer vidas ajenas. Qué manía de buscar la felicidad o la infelicidad en los otros, cuando una no es que sea precisamente un ejemplo de vida modélica y felicísima de anuncio de chicos Melrose Place mega guays. Qué manía de querer arreglarle la vida a los demás, como si no tuviera yo bastante trabajo con poner en orden mi caos de madre estresada.

* Aclaro que yo estoy razonablemente bien, ni eufórica de felicidad, ni triste, con mis momentos mejores y peores, con mis alegrías (el bebé trasto da mucha alegría) mi agotamiento de meses y preocupaciones diversas itinerantes. Pero estoy en un proceso de darme cuenta (cura de humildad, tal vez) que no soy yo quién para dar lecciones sobre felicidad a nadie. Y joder, cómo cuesta darse cuenta de eso.

Friday, September 16, 2005

Dignidades

"Sans aucun doute", programa de la televisión francesa. A veces lo veo y me quedo pegada a la pantalla viendo las desgracias que la gente que acude intenta solucionar. Es un programa que intenta ayudar a las víctimas de estafadores de toda índole, que muchas veces se encuentran con el agua al cuello. También media en problemas vecinales y toda una serie de problemas jurídicos.

El equipo de abogados, ayudado por el poder que confiere la televisión, suele conseguir solucionar gran parte de los problemas expuestos, que mientras más difíciles e intrincados son, consiguen una mayor audiencia. La gente acude desesperada y cuando ven solución al problema se emociona, llora, mira a cámara con esos ojos húmedos que son los huevos de oro de la audiencia, y con voz entrecortada da las gracias al programa, al equipo, al presentador, a la televisión y poco les falta para darle las gracias a las familias de los cámaras, a las mascotas, al carpintero que ha hecho la mesa del plató y al fabricante de las patatas fritas que le han servido antes de entrar.. Y yo siempre pienso: "¿dar las gracias? Sí, claro, pero ellos, ese equipo, también tienen que agradecer que esos pobres vayan al plató a exponer su vida y sus problemas como alimento para el aburrimiento y el morbo de otras gentes".

Pero no sé si tengo razón. Yo pienso así por una cuestión de dignidad o lo que yo entiendo por dignidad, pero me temo que pasados unos límites la dignidad se difumina y, muy probablemente no esté tan claro que es lo más digno, si continuar callado por vergüenza de vivir una situación tan precaria, o hablar, aunque sea en un plató e intentar salir del problema. Así que ya no tengo tan claro lo que es la "dignidad". A mí me la inculcaron en plan hidalgo, un poco quijotesca, un dignidad silenciosa, callada, en la que ni siquiera cabían las lágrimas, una dignidad de soportar estóicamente todo sin que se sepa. Y tiempo después supe que esa "dignidad" silenciosa suele servir, más que nada, para sentirse uno muy digno. Pero hablando en términos prácticos, dicha dignidad silenciosa es nociva, porque hay gente que se muere (literalmente) de hambre y que por una dignidad mal entendida no es capaz de ir a un centro de ayuda. Porque hay gente que sufre maltrato y que por esa concepción de la dignidad siente vergüenza de denunciarlo y sigue soportando unas situaciones realmente indignas.

El concepto de dignidad de libros de caballería queda bien en las novelas, en las que uno puede ser tremendamente "digno" y no pierde nada porque siempre hay una situación que le soluciona la vida (descubre que es heredero de un condado, o un genio de lámpara le da como premio un tesoro, el rey le concede tierras, un título nobiliario y lo casa con una princesa), pero, uff, bajando a la arena, en la vida, la real, la de todos los días, esa dignidad del silencio sólo sirve como estandarte.

Que hablen, que hablen y denuncien aunque no sea digno, aunque sus lágrimas sean puro entretenimiento. Y dirán, diremos, qué poco digno, cómo exponen sus intimidades al escrutinio público. Dirán, diremos. Que digamos lo que digamos seres de aparentes dignidades, es muy posible que hablemos por hablar y que no entendamos el sufrimiento que llama a alguien a ir a un programa así.

Thursday, September 01, 2005

Vida en escabeche

Rueda de arenques. Escabeche. Y mil especias juntas, ordenadas, cada una oliendo de una forma fuerte y peculiar que, al mezclarse los olores daban a la atmósfera una especie de tufo inclasificable, desagradable y difícil de soportar. Aceitunas, pepinillos, atún en escabehce, vinagre, magdalenas, bacalao en salazón. Y los sempiternos arenques en la puerta, aquella rueda que yo miraba desde niña con extrañeza porque no acaba de entender qué hacían allí esos arenques, si eran un fósil porque siempre estaban allí y nadie hacía amago alguno de comprarlos. Yo odiaba aquellos arenques,su aspecto amarillento y su olor, y cada vez que entraba en el ultramarinos me preparaba mentalemente para soportar aquellos fuertes olores que eran un atentado contra el olfato. Y una vez dentro del angosto espacio, tras el mostrador, protegidos por las aceitunas y los pepinillos, los dependientes te trataban con antipatía de siglos, rescoldo tal vez, de los años de la posguerra en la que usaban su poder de fíar o no fiar a la gente hambrienta que acudía a ellos casi suplicante. Eran dependientes de escabeche, avinagrados. Una familia en vinagre.

No sé quién puede tener más mala leche, si una dueña de ultramarinos o una mercera. Habría que hacer un riguroso estudio comparativo para llegar a esclarecer este asunto de interés mundial y prioritario. El caso es que, una tarde, entrando en la mercería para comprar hilo, me topé con la dueña de la tienda de ultramarinos comprándose una combinación para dormir. Las merceras son dueñas de secretos íntimos, de bragas y refajos, de pechos y detalles hasta tal punto que deberían guardar, como los curas, el secreto de confesión. La dependienta de ultramarinos, antipática de natural, estaba de lo más agradable y no dudó en relatar frente a mí los calores y sudores que pasaba por la noche y la necesidad de comprarse una combinación fresquita, de tirantes, porque los camisones no los soportaba. Y la combinación era sexy. Sexy para la época, con bordados y unos finos tirantes que sujetaban un cuerpo semitransparente de satén. Y para mí fue un shock ver a aquella mujer soltera y madura, que nunca había salido del feudo de su familia y que, sospechaba, seguía siendo virgen, comprándose aquella combinación descocada que nadie podría ver ni disfrutar.

Los calores, los sudores, la noche. Uf, todo un mundo. Yo observaba discretamente desde mis adolescentes años de hormonas incipentes como aquella mujer de labios gruesos, de sensualidad caída y desaprovechada, relataba sus calores. Una vida de calores, de deseo, de frustraciones en vinagre. Y me preguntaba si no sería la combinación aquella usada como juego pícaro, para ponerse dismuladamente en la ventana y que desde el edificio de enfrente alguien la observara al trasluz. Porque ese alguien existía. Ése alguien había sido novio suyo, en sus años mozos, y la había abandonado por otra mujer con la que se casó y se fue a vivir lejos. Recientemente había vuelto con su mujer y se había instalado, precisamente, en el edificio de enfrente del ultramarinos. Un ultraje.

Ultraje porque la vida de ella había quedado marcada para siempre. En la época, si una chica tenía un novio y éste la dejaba, no había otro que se acercara con intenciones serias porque las mentes enfermas suponían que ya no era pura. Nadie más se le acercó en todos aquellos años. Y pasaba los días, las semanas, los lustros, entre misa y escabeche. Ajándose en vinagre. Como un arenque seco pasando su tiempo al sol.

Luego supe - años después - que aquellos calores secretos y nocturnos se debían, probablemente, a los cambios hormonales de la menopausia. Pero en mi imaginación siempre quedó el rescoldo de una venganza secreta, de noches en las que ella se acerbaba sigilosamente a la ventana en combinación y se peinaba con gestos sensuales o hacía amago de desnudarse mientras el frustrado novio la observaba sabiendo ya que había perdido un volcán de lujuria y pasión.

Calle abajo, frente a la plaza, existían años ha, unos arenques fósiles que quizás hoy aún se muestren orgullosamente bajo el sol y las moscas. Y dentro de la angosta tienda de olores imposibles quizás un secreto sensual perturbe aún el sueño de una mujer que vive en escabeche.