Mi narcisismo
Con un año de vida ya me rehuye cuando hace alguna trastada y yo voy detrás de ella a cogerla en brazos o a quitarle aquello prohibido que se ha metido en la boca. Sabe lo que está prohibido y me reta. Agarra los libretos de ópera que aún están a su alcance (espero un nuevo mueble cerrado que he encargado para poderlos guardar)y ras... Arranca las páginas que puede. Y cuando me vé venir a quitarle el libreto emite una serie de grititos, se ríe y sale huyendo a cuatro patas a toda velocidad con su trofeo de guerra en las manos, que agarra con fuerza. Dura lucha para quitárselo, gruñe, llora, me protesta, se estira hacia atrás con rabia y se pone en huelga de sonrisas. Y yo no puedo evitar reír, entre resignada y orgullosa, ante mis libretos destrozados y su actitud de cachorrito humano, tan travieso, con tanto sentido de la propiedad, de lo que es suyo porque lo ha cazado.
Mi narcisismo. Mi narcisismo tiene la mirada profunda y retadora y una risa gamberra. Yo no la imaginaba así. Creía que iba a ser una niña dulce, de mirada soñadora, de tranquilas estancias en el parque con sus juguetes, de tímidos mohines y aferrada a un osito de peluche, su doudou. Pero lo cierto es que trata a los peluches a patadas. Sí, literalmente, además de pasar de ellos, si se los doy los arroja lejos de su alcance. Le interesan mucho más los libros y las revistas de los que arranca páginas que luego intenta comerse. Es ya una devoralibros. También ha aprendido que el mando a distancia sirve para la televisión, y cuando alguna vez la pongo en su presencia se me viene a cuatro patas a quitarme el mando a distancia para trastear, subir el volumen y cambiar de canal, con lo cual se acabó mi rato de televisión.
Mi narcisimo, sí. Porque ahí, en esa risa gamberra es dónde he puesto gran parte del narcisimo que antes ponía en mi esmalte de uñas o en mis abdominales, o en el cabello que tuve que cortar. Tener hijos es un acto de narcisismo, de querer perpetuarse de alguna manera de creer que los genes de uno, que lo que uno es, merece tener una continuidad. Y se sueña, se sueña con un ideal de niño, con el ideal que a uno le hubiese gustado ser. Pero entre el niño soñado y el niño que nace hay una gran diferencia. Es imposible que sea igual porque el ideal es eso, ideal. Sin embargo, el narcisimo de adapta, y donde antes una se enorgullecía de la utópica dulzura de un niño tímido y sensible, ahora se llena de orgullo ante las trastadas de un bebé trasto y alegre, sin ningún rasgo de timidez por ninguna parte. Y empiezas a pensar que está bien que no sea tan dulce y que tenga ese carácter tan fuerte y retador, que vas a tener que cuidar mucho de educarla de forma que aprenda a equilibrar su fuerza, pero sin reprimir su risa, su empuje, su vitalidad, su personalidad dominate. Y que no sabes como educarla, que no tienes ni idea, pero que es una bendición que sea así, y no tal como la soñabas.
Lo supe desde que nació: "me va a comer por las patas", pensé en cuanto me la presentaron llorando, en aquel quirófano en el que los médicos y asistentes reían y se gastaban bromas aligerando el ambiente tenso y preocupado de una cesárea de urgencia. Me miró sin verme. Mirada profunda, dominante. ¿Cómo podía ya de recién nacida tener esa mirada? ¿nueve meses son suficientes para mirar así?
Mi narcisismo gusta de acercarse a mí cuando estoy sentada en el sofá y agarrarse a mis piernas poniéndose de pie. Se ríe y restriega su carita sonriente en mis rodillas, en un gesto mimoso que no sé a veces si en realidad se trata de limpiarse los morros. Me gustan esos momentos íntimos en los que el bebé busca a su madre, su proximidad, su tacto, en los que hay una comunicación cuerpo a cuerpo, tan cercana, tan única, tan distinta a todo lo demás conocido. Ella sabe que se me cae la baba de verla así, sí, lo debe saber por mi actitud, por las cosas que le digo y como ella me conquista usando la palabra mágica "ma-ma-ma", dicha, claro está de la forma más seductora posible. Con su padre las cosas son distintas: él es el juego. Se pone como loca en cuanto oye la llave en la cerradura y la puerta de entrada que se abre. Lo recibe con risas, gritos de júbilo y exultante alegría. Sin embargo, se enfada a menudo con él cuando no le permite hacer alguna trastada, le pone morritos y me busca a mí. Y mí me sigue sorprendiendo que mi narcisismo me busque como referencia y sólo se consuele de las contrariedades en mis brazos.
Y no me gustaría caer en la tentación de hacer una página hortera de esas que abundan en internet, en la que los padres ponen fotos de sus hijos y escriben como si fueran estos los que hablaran "ayer estuve con papá y mamá en el zoo y lo pasé muy bien viendo pingüinos" en plan ñoño cursi tontorrón mientras chorros y chorros de baba les caen ante la vista de sus retoños, sus narcisismos. Pero a veces mi vanidad de madre se infla y lo pienso, sí, aunque puede más mi prejuicio con respecto a la horterada, claro. Porque mi narcisismo, de verdad de la buena -y de la mala también- es mucho narcisismo.
Mi narcisismo. Mi narcisismo tiene la mirada profunda y retadora y una risa gamberra. Yo no la imaginaba así. Creía que iba a ser una niña dulce, de mirada soñadora, de tranquilas estancias en el parque con sus juguetes, de tímidos mohines y aferrada a un osito de peluche, su doudou. Pero lo cierto es que trata a los peluches a patadas. Sí, literalmente, además de pasar de ellos, si se los doy los arroja lejos de su alcance. Le interesan mucho más los libros y las revistas de los que arranca páginas que luego intenta comerse. Es ya una devoralibros. También ha aprendido que el mando a distancia sirve para la televisión, y cuando alguna vez la pongo en su presencia se me viene a cuatro patas a quitarme el mando a distancia para trastear, subir el volumen y cambiar de canal, con lo cual se acabó mi rato de televisión.
Mi narcisimo, sí. Porque ahí, en esa risa gamberra es dónde he puesto gran parte del narcisimo que antes ponía en mi esmalte de uñas o en mis abdominales, o en el cabello que tuve que cortar. Tener hijos es un acto de narcisismo, de querer perpetuarse de alguna manera de creer que los genes de uno, que lo que uno es, merece tener una continuidad. Y se sueña, se sueña con un ideal de niño, con el ideal que a uno le hubiese gustado ser. Pero entre el niño soñado y el niño que nace hay una gran diferencia. Es imposible que sea igual porque el ideal es eso, ideal. Sin embargo, el narcisimo de adapta, y donde antes una se enorgullecía de la utópica dulzura de un niño tímido y sensible, ahora se llena de orgullo ante las trastadas de un bebé trasto y alegre, sin ningún rasgo de timidez por ninguna parte. Y empiezas a pensar que está bien que no sea tan dulce y que tenga ese carácter tan fuerte y retador, que vas a tener que cuidar mucho de educarla de forma que aprenda a equilibrar su fuerza, pero sin reprimir su risa, su empuje, su vitalidad, su personalidad dominate. Y que no sabes como educarla, que no tienes ni idea, pero que es una bendición que sea así, y no tal como la soñabas.
Lo supe desde que nació: "me va a comer por las patas", pensé en cuanto me la presentaron llorando, en aquel quirófano en el que los médicos y asistentes reían y se gastaban bromas aligerando el ambiente tenso y preocupado de una cesárea de urgencia. Me miró sin verme. Mirada profunda, dominante. ¿Cómo podía ya de recién nacida tener esa mirada? ¿nueve meses son suficientes para mirar así?
Mi narcisismo gusta de acercarse a mí cuando estoy sentada en el sofá y agarrarse a mis piernas poniéndose de pie. Se ríe y restriega su carita sonriente en mis rodillas, en un gesto mimoso que no sé a veces si en realidad se trata de limpiarse los morros. Me gustan esos momentos íntimos en los que el bebé busca a su madre, su proximidad, su tacto, en los que hay una comunicación cuerpo a cuerpo, tan cercana, tan única, tan distinta a todo lo demás conocido. Ella sabe que se me cae la baba de verla así, sí, lo debe saber por mi actitud, por las cosas que le digo y como ella me conquista usando la palabra mágica "ma-ma-ma", dicha, claro está de la forma más seductora posible. Con su padre las cosas son distintas: él es el juego. Se pone como loca en cuanto oye la llave en la cerradura y la puerta de entrada que se abre. Lo recibe con risas, gritos de júbilo y exultante alegría. Sin embargo, se enfada a menudo con él cuando no le permite hacer alguna trastada, le pone morritos y me busca a mí. Y mí me sigue sorprendiendo que mi narcisismo me busque como referencia y sólo se consuele de las contrariedades en mis brazos.
Y no me gustaría caer en la tentación de hacer una página hortera de esas que abundan en internet, en la que los padres ponen fotos de sus hijos y escriben como si fueran estos los que hablaran "ayer estuve con papá y mamá en el zoo y lo pasé muy bien viendo pingüinos" en plan ñoño cursi tontorrón mientras chorros y chorros de baba les caen ante la vista de sus retoños, sus narcisismos. Pero a veces mi vanidad de madre se infla y lo pienso, sí, aunque puede más mi prejuicio con respecto a la horterada, claro. Porque mi narcisismo, de verdad de la buena -y de la mala también- es mucho narcisismo.