Wednesday, April 26, 2006

De "derechos"

La Pepa entraba en el patio y todos los chiquillos acudían a ella gritando "¡Que viene la Pepa!" "¡Pepa, levántate la falda y baila!" Y la Pepa, se reía, y se ponía a bailar muy contenta levantándose la falda y enseñando unas enormes bragazas que provocaban la risa y burlas crueles.

"Tiene más de treinta años" Decían los chicos admirados como si fuera más vieja que Matusalen. Y sí, era muy vieja en realidad, porque treinta años para una persona con síndrome de Down (subnormal, los llamaban en la época)eran ya muchos, ya que su vida es mucho más corta. ¿Y qué hacía la Pepa en el patio del colegio? Iba a clase. Desde tiempos inmemoriales repetía primero de EGB en la clase de Doña Teresa, una chupada maestra con moño a lo señorita Rottenmeyer, sonrisa falsa y actitud perdonavidas. La Pepa no aprendía leer ni escribir pese a todos los años que llevaba intentándolo ni debía estar ya escolarizada, pero por alguna razón que yo nunca he sabido, era la mascota de la clase de Doña Teresa. Ésta última la trataba con cariño, al menos aparentemente, y sabía tenerla domesticada de modo que no se levantara las faldas ni enseñara las bragas en su presencia, que, por otra parte, era lo que más le gustaba hacer a la Pepa.

En aquella época la Pepa era un privilegiada porque salía a la calle y se reía. Otros retrasados mentales sufrían el confinamiento en sus casas o en corrales, en condiciones de vida ínfimas, para que la familia no sintiera vergüenza. Ella no. Era bastante libre yendo y viendo a su antojo y como, aprentemente, no era consciente de la agresividad de las burlas de los chiquillos, se pasaba el día bailando y riendo mientras mostraba al mundo sus bragazas. Todavía era "subnormal", ahora ya no.

Estos días, leyendo por ahí, me encontré con un tema en un foro que hablaba de los padres con retraso mental. Una chica se mostraba horrorizada de haber visto, en una cafetería, a una pareja de retrasados intentado ocuparse un bebé sin ser capaces de ello. Le daban el biberon hirviendo, el bebé lloraba y no sabían que había que acunarlo en brazos. Estaban nerviosos y muy perdidos ante una responsabilidad que les venía grande. Enseguida hubo respuestas y, aparte de una apasionada de los deficientes mentales por lo cariñosos que son hasta el punto de decir que incluso les dejaría a sus hijos para que los cuidaran, me sorprendió como la gente reaccionaba con un "Ellos también tienen derecho a ser padres, sólo que necesitan ayuda y una tutela que se haga cargo".

¿Y desde cuando la paternidad ha sido un derecho? Es una realidad biológica, digamos, hay gente que tiene hijos y gente que no, pero ¿derecho? Qué manía con calificarlo todo de derecho. Y entre las realidades de paternidades, la menos deseable es la de unos padres que no saben o no quieren ocuparse de sus hijos porque las secuelas pueden ser terroríficas. ¿Por qué entonces proteger ese tipo de paternidad, que, además, necesita de un tutor las 24 horas del día para que se ocupe de verdad de dos personas disminuídas y un bebé? ¿Realmente cuando alguien se pone sensible, así como solidario y dice eso de "ellos también tienen derecho" se ha parado pensar lo que implica?

Y es que hemos pasado de un extremo al otro. Del extremo de la humillación, de llamarlos "subnormales", humillarlos y encerrarlos para que no se vieran, a casi deificarlos por lo cariñosos y obedientes que son. Y sí, la Pepa era muy cariñosa, me consta, y muy obediente con Doña Teresa. Me produce ternura recordarla. Son así muchos de ellos, no todos porque también los hay agresivos, dependiendo del tipo de deficiencia y si va acompañada de otras enfermedades. Por suerte, los tiempos han cambiado y ahora una gran parte de la gente está a favor de darles una vida lo más digna posible, pero no creo que haya que pasarse al otro extremo y alabar la paternidad de dos personas deficientes.

Creo que hemos llegado a un extremo en el que tenemos que ser tan correctos, tan buenos, tan solidarios, tan sensibles, tan maravillosos en nuestra empatía con los más desfavorecidos que nos está faltando el sentido común. No podemos decir ningún pensamiento que tenga el más mínimo atisbo de ser insolidario, insensible o egoísta. ¿Si yo digo que los deficientes mentales no me parecen "seres maravillosos" sino "seres que me dan pena" y me niego a aceptar como algo positivo el que tengan hijos porque están en su "derecho" seré acusada de nazi?

En algunos sitios leo y leo, pero no digo ni palabra porque no tengo tiempo para entrar en polémicas. Y es que me temo que es imposible llegar a un etendimiento con las personas correctas y bienpensantes que, a la mínima que les lleves la contraria, se ponen agresivas y te acusan de ser Belcebú. Es como si su agresividad fuera contra todo aquello que no sigue el discurso sensible porque es una forma de defender los derechos de los más desfavorecidos. Estas cruzadas de bondades y sensibilidades casi que me parecen excusas para sacar la agresividad por otro lado. No sé, lo estoy pensando.

Wednesday, April 12, 2006

Cotidianeidad

A veces temo ser engullida por la cotidianeidad. Convertirme en un apéndice de mi lavavajillas, en perderme en el murmullo de sus arrullos y que mi voz sea como un chorreón de agua de aclarado que cae sobre los platos, pacientes y sufridores, que se dejan hacer con indolencia.

Y por ello, por ese temor de ser devorada por el vaivén de la escoba, de ser un brazo robot que saca y mete ropa en la lavadora para que ésta comience a cumplir su inercia de dar vueltas y vueltas que, en definitiva, no la llevan a ninguna parte ni la hacen más feliz, me resulta muy difícil, sino imposible, entender la fascinación que muchas personas sienten por su propia cotidianeidad.

Me pregunta: "¿Qué le has puesto hoy de comida de la niña?" Y a mí me cuesta responder. Porque claro que lo sé, sí. De hecho, he pensado bien qué comida ponerle y me sé todos los ingredientes, pero me cuesta contarle el proceso de qué y cómo lo hago. Sin embargo ella, enseguida, en cuanto le contesto, me cuenta lo que pone de comidas, cenas, y parece que disfruta con ello, que se deleita en los detalles de contarme su cotidianeidad. Y me pregunta qué voy a hacer de comer mañana, y yo no tengo ni idea. Porque mañana para mí ya es el futuro, algo así como de ciencia ficción.

Sin embargo, soy yo la que tengo una percepción errónea de este asunto. La cotidianeidad es lo más importante para miles, millones, miles de millones de personas. Y tiene su lógica: la cotidianeidad (aprte de su labor de facilitar las cuestiones domésticas) es lo que facilta que se siga con la inercia de la vida: "No me puedo morir hoy porque tengo que planchar tres camisas, hacer unas judías verdes con jamón y un caldito y barrer el patio" "Mañana tampoco me puedo morir porque es jueves, y los jueves me toca barrer la escalera, regar las plantas, pasar la aspiradora y remendar los calcetines" "El viernes impensable morirse porque tengo que limpiar los cristales".

En los pueblos, la gente sigue su cotidianeidad al runrún del tiempo, las estaciones, fiestas, muertes y cosechas. Todo entra en la lógica de lo cotidiano: el orden del puchero puesto en la lumbre a las doce, después del mercado, el levantarse a las séis de la mañana para ordeñar las vacas, el verano al fresco, las preñeces ajenas, las riñas por tierras, la muerte del tío Agapito, esperada, siempre esperada, o alguna tragedia, que no por no esperada deja de entrar también en lo cotidiano porque "pasó lo que tenía que pasar" o "de toda la vida estas cosas pasan".

De toda la vida se ha barrido así. Y barren porque así ha sido de toda la vida. Y se mueren porque así ha sido de toda la vida. Y tienen hijos porque así ha sido de toda la vida. ¿Realmente hace falta alguna otra explicación más aplastante y convincente? ¿Qué les puede aportar a su serena cotidianeidad donde está todo escrito, incluso lo que no es de toda la vida porque "ya lo decía yo que iba a pasar" saber que al barrer se mueven moléculas?

¿Hay algo más seguro que ese ritual de cotidianeidad repetida hasta la saciedad?

El saber que te vas a poner unos calcetines verdes los viernes de cuaresma y que los jueves cenas judías verdes con jamón después del mus debe dar una idea más o menos precisa de lo que es dominar el mundo: es decir, el minimundo de uno. Por eso uno contempla con arrobo a sus vasallos los calcetines, su fiel escoba consejera, la olla, siempre tan cumplidora, la fregona, educada y de puntual lascivia nunca desordenada ni salida de tono. Todo eso en orden. Los estropajos en el fregadero, en línea, y ya sabes que la eternidad no te pillará sin que puedas decir "ya lo decía yo que iba a pasar porque de toda la vida los de nuestra familia nos hemos muerto en martes". Y te mueres sabiendo que has cumplido, que has hecho lo que se ha hecho de toda la vida porque es lo que se tiene que hacer. Y ya está. ¿Y para qué más preocupaciones?

El problema es cuando uno no se deleita en las judías verdes escabechadas de toda la vida o en limpiar los cristales los sábados a las tres porque se haya hecho de toda la vida. En mi caso personal, yo no sé qué es eso de "de toda la vida" más que de oídas porque siempre me ha parecido un misterio. De niña jamás tuve rutinas establecidas aunque espiaba las rutinas ajenas que me parecían maravillosas: eso de que los domingos las niñas vistiesen pomposamente, que tomasen pan con chocolate de merienda a las cinco de la tarde o que se fuesen a la cama a la nueve, cosas todas ellas, del mundo ajeno a lo que yo podía acceder, me parecía como una gran baza, una gran seguridad para pisar fuerte. Ahora sé que las cosas no son tan sencillas y que muchas de esas niñas odiaban esas rutinas que yo veía como el ejemplo de lo que era crecer en un entorno adecuado. Sin embargo, muchas otras nunca se han planteado que esas rutinas les molesten y las han asimilado de una forma curiosamente tranquila y sin preguntas, pasando sus días como se ha hecho de toda la vida porque tiene que ser así.

A mí la cotidianeidad, el orden de todos los días iguales me produce ansiedad. Lo acepto porque no queda otra, porque es un momento en el que las circunstancias me empujan a ello y no sé hacerlo de otra manera. También porque sé que no durará eternamente, pero me agobia pensar en una vida en la que las judías escabechadas o limpiar el polvo sean el máximo exponente de mi ego. Hay una parte en mí que se resiste al orden, a ver pasar los días sin estrujarlos y devorarlos a dentelladas. Por eso, porque ahora no puedo salir a devorar los días, devoro chocolate. Ya, ya sé que de toda la vida el chocolate se toma como merienda a las cinco en punto de la tarde y no se debe abusar. De toda la vida he sido anárquica de horarios, rutinas y tiempo. Ni siquiera llevo reloj.

*(Aclaro que odio el escabeche y todas sus variantes así que jamás de los jamases, ni aunque se haga de toda la vida, me veréis haciendo una judías ecabechadas. Pienso resistir, como los numantinos, a la invasión del escabeche)